¿Es la pedagogía de “la letra con sangre entra” una cosa del pasado? Cuando nuestros mayores nos cuentan cómo los reglazos, pellizcos y “cerillos” en la cabeza eran pan de cada día en la casa y la escuela, parece que así fuera. Pero si escarbamos un poco, hallaremos que el estrés y miedo se utilizan hasta hoy como instrumentos para catalizar el aprendizaje. Esto ocurre tanto en el ambiente doméstico, donde con frecuencia vemos que un padre se ofrece a ayudar a su hijo a hacer la tarea, sólo para agotar su paciencia y acabar gritando al cabo de unos minutos, como en el entorno escolar, ya que algunas escuelas que se cuentan entre las más prestigiosas se ufanan por la prevalencia de colitis nerviosa y otros males asociados al estrés entre sus estudiantes casi tanto como por los altos resultados que éstos obtienen en los exámenes.

Lo más importante de “la letra con sangre entra” es que no se trata de una pedagogía codificada en manuales, sino de una costumbre cultural. Mencionemos de paso que la neurociencia ha confirmado lo que algunos ya intuían sin recurrir a los electrodos: que el miedo y el estrés son una manera segura de evitar que el aprendizaje ocurra. La razón es que estas emociones activan en los animales la respuesta de pelear o huir al tiempo que entorpecen la toma de decisiones y el pensamiento creativo. Pero resulta ingenuo pensar que un descubrimiento en neurociencia—o en cualquier otra ciencia, para el caso—altere en algo una costumbre, casi una institución, como lo es “la letra con sangre entra”. Un poco más efectivo sería identificar y diseminar las alternativas, para que cada quien juzgue si una de ellas le resulta plausible y le gustaría practicarla. La alternativa de hoy es cortesía del padre uno de los científicos más renombrados del siglo XX.

Richard Feyman fue un físico norteamericano que contribuyó notablemente al desarrollo de la física atómica y nuclear, y creó un lenguaje pictórico–conocido como “diagramas de Feyman”—que hoy en día utilizan todos los físicos del mundo. Además de esto, fue también un maestro extraordinario, capaz de desplegar en sus clases “todo el genio chispeante, la intuición penetrante, y la irreverencia de la que hacía gala en su investigación.”[1] Feynman es un maestro del que podemos aprender sin haber sido sus estudiantes, porque nos legó narraciones—extraordinarias en su sencillez y precisión–sobre su forma de enfrentar y resolver problemas, tanto de la física como de la vida. A su vez, Feynman, sentía un gran agradecimiento hacia su padre por acercarlo a una temprana edad al gozo de aprender:

Mi padre me enseñó a fijarme en las cosas. Un día estaba yo jugando con un «vagón expreso», que era una especie de carrito o vagoneta provisto de barandilla todo a su alrededor. Tenía dentro una pelota, y cuando tiraba del vagón, observé algo referente al movimiento de la pelota. Me fui a mi padre y le dije, «Oye, papá, me he fijado en una cosa. Cuando tiro del vagón, la pelota rueda hasta el fondo del carrito. Y cuando lo estoy arrastrando y me paro de pronto, la bola rueda hasta la parte delantera. ¿Por qué es eso?»

«Eso, nadie lo sabe», me respondió. «El principio general es que las cosas que están en movimiento tienden a seguir moviéndose, y las cosas inmóviles tienden a quedarse quietas, a menos que se las empuje con fuerza. Esa tendencia se llama “inercia”, pero nadie sabe por qué es verdadera». Ahora, eso se llama comprender las cosas a fondo. Mi padre no se limitó a darme un nombre.

Y siguió diciendo, «Si se mira desde el costado, verás que es el fondo del vagón lo que empujas contra la pelota, y que la bola se está quieta. En realidad, a causa del rozamiento, la pelota ha empezado ya a moverse un poquito con relación al suelo. La bola no se mueve hacia atrás.»

Volví corriendo con mi vagoncito, coloqué otra vez la pelota y tiré del vagón. Al mirar desde el costado, comprobé que mi padre, efectivamente, tenía razón. Con respecto a la acera, la pelota se había movido un poquitín.

Así es como fui educado por mi padre, con ejemplos y pláticas como aquellos. No había presión; sólo pláticas amables e interesantes. Me han motivado para el resto de mi vida, y me han hecho interesarme por todas las ciencias. (Lo que pasa es que soy más diestro haciendo física.)

He quedado encantado, por así decirlo —lo mismo que alguien a quien se le ha dado de niño algo maravilloso, y luego se pasa la vida buscándolo otra vez. Estoy siempre buscando, como un niño; buscando las maravillas que sé que he de encontrar —no siempre, quizás, pero sí de vez en cuando.[2]

He aquí una alternativa a “la letra con sangre entra”. El hecho de que el pequeño Richard se haya vuelto un gran científico es secundario al hecho de que aprendió a maravillarse por el mundo y a confiar en su capacidad de entenderlo. Igual pudo haber sido un taxista, un estilista o un contador, esas habilidades de todas formas le habrían servido para vivir de forma más productiva e informada.

Cuando eras niño o niña, ¿tuviste algún adulto que te dedicó el tiempo de dialogar contigo sobre las cosas que te interesaban, que te enseñó a observar en profundidad, y que lo hizo con amabilidad y sin presión? Si es así, fuiste muy afortunado o afortunada, y con seguridad le agradeces hasta el día de hoy el tiempo dedicado. Y si eres un adulto que ha brindado esa rara oportunidad a un pequeño, en cualquier contexto, es a ti a quien dedicamos este breve artículo.

Nota sobre las fuentes consultadas: Muchos de los libros de Richard Feyman se pueden encontrar en línea. “¿Está usted de broma, señor Feyman?” y “¿Que te importa lo que piensen los demás?” son relatos autobiográficos que abarcan desde la infancia de Feyman hasta su madurez como científico consagrado. “Seis piezas fáciles” es una selección de temas de física que Feyman expone de forma accesible al lector no especializado. Las tres ligas son del proyecto librosmaravillosos.com, el cual comparte gratuitamente libros de divulgación científica.

[1] Introducción de “Seis Piezas fáciles”, por Richard P. Feynman. Disponible aquí.

[2] Richard P. Feyman, “¿Qué te importa lo que piensen los demás?”, p. 8. Disponible aquí.