“Tener ideas maravillosas” es el título de un libro de Eleanor Duckworth encabezado por un capítulo homónimo [1]. El libro contiene una colección de atisbos acerca de cómo aprendemos las personas y cómo los maestros pueden ayudar a otros a aprender. Deleitan el detalle con el que Duckworth describe sus experiencias observando el aprendizaje de chicos y grandes, así como la claridad y asequibilidad de la teoría que construye a partir de estas experiencias.
En mi trabajo como tutor de estudiantes y adultos, de forma individual o en grupos, la lectura de Duckworth ha sido un referente constante, y en este ensayo quisiera mostrar un par de ejemplos de cómo sus atisbos me ayudan a sacar sentido de mi experiencia docente.
Para mí, las “ideas maravillosas” a las que se refiere Duckworth son las preguntas que se hace un estudiante, o las perplejidades que encuentra al estudiar un fenómeno. Cuando a un estudiante le cae el veinte de que algo no encaja, o que es distinto de lo que esperaba, y comienza a esforzarse por resolver ese conflicto, entonces está siguiendo su “idea maravillosa”.
Duckworth comenzó su carrera investigando el aprendizaje junto a Piaget e Inhelder, y luego de una estancia con ellos se dedicó a la formación docente y el desarrollo curricular. Encontrar “el mensaje” que la obra de Piaget entraña para la educación fue el gran reto de Duckworth al iniciar su carrera educativa, y este mensaje es el contenido del libro aquí reseñado. Ella relata: “Con Piaget e Inhelder aprendí lo inútil que es tratar de cambiar la opinión de un niño diciéndole simplemente que piense de otra forma. Esto plantea la fascinante pregunta de cómo entonces se puede ayudar a alguien a aprender, si decirles lo que sabes no es de ayuda”. (p. xiii)
Las “ideas maravillosas” constituyen una parte de la respuesta. Con base en numerosos ejemplos de su propia práctica como docente, Duckworth concluye que son los conflictos que el propio aprendiz percibe, y los esfuerzos correspondientes por resolverlos, lo que lleva al aprendiz a dar saltos cualitativos en su comprensión. Y hace la siguiente afirmación: “Tener ideas maravillosas es lo que considero la esencia del desarrollo intelectual. Y considero que la esencia de la pedagogía es brindar a [los estudiantes] la oportunidad de tener sus ideas maravillosas y sentirse bien por tenerlas.” (p. 1)
Hasta hace poco, esos párrafos me habían dado sólo inspiración para mi trabajo como tutor. Pero en dos tutorías recientes pude ver con toda claridad la experiencia de las “ideas magníficas” en el sentido que relata Duckworth—como la señal delatora de que alguien está comprendiendo algo.
Axel aprende números negativos
El primer ejemplo ocurrió con Axel, un chico de 12 años que estaba preparando su examen extraordinario de matemáticas. Tenía una larga guía y empezamos con el tema de números con signo. Los ejercicios eran de este tipo:
75 – 92 + 38 – (98 – 32) =
Al inicio, se me ocurrió simplificar los ejercicios acortándolos—“imagínate que sólo tuvieras que hacer 75 – 92”. Este ejemplo surgió en la primera o segunda tutoría, y la primera tentativa de Axel fue escribir los números tal como había aprendido en la primaria:
75
-92
—–
Comenzó a restar desde las unidades, 5-2 = 3, y siguió con las decenas, 7-9= 2. Así que su resultado fue 23. Para hacerle notar que algo estaba chueco, le pregunté cuánto era 9-7, a lo que respondió ‘2’. ¿Y 7-9? “También 2”, fue su primera respuesta. Recurrí a la recta numérica—mi as didáctico bajo la manga—para representar en ella la operación 9-7: siete brincos a la izquierda desde el nueve, de manera que llegas al 2. Después le mostré qué pasaba al hacer 7-9: nueve brincos a la izquierda desde el siete te llevan dos unidades a la izquierda del 0, es decir, al -2. Después hicimos otros ejemplos con distintos números, pero Axel me veía con incredulidad.
Seguimos haciendo ejercicios similares por varias tutorías, hasta que en la sexta sesión más o menos ocurrió un deja vu. Surgió la operación 18-23 en un ejercicio, y Axel escribió la operación tal cual:
18
-23
—–
Empezando, tal como antes, por las unidades, Axel tenía 8-3= 5. Siguiendo en las decenas, tenía 1-2. El resultado para Axel: 1. Le pregunté, tal como antes, cuánto era 2-1. Él respondió que 1. “¿Y 1-2?” —continué. “¿1-2?” —preguntó con asombro—“¡No se puede!” Como Axel ya se había familiarizado con visualizar las operaciones en la recta numérica, trató de representar esa fundamental operación: 1-2. “¡Se pasa [del cero]!”—exclamó. “Da 1… ¡da lo mismo!” Para él fue una revelación que 1-2 diera “lo mismo” que 2-1. Hicimos otras restas similares en la recta numérica, 7-9 y 9-7, 18-23 y 23-18, etc. En cada caso, una operación y su gemela daban “lo mismo”. Desde luego, en sentido estricto, no dan lo mismo. Pero lo importante para Axel fue notar que existe una relación común en 1 y -1, 2 y -2, etc., que antes no había notado.
Luego de ocho sesiones dimos cierre a las tutorías sobre números con signo. Cuando le pedí a Axel que regresara en su registro para recapitular lo que había aprendido, lo primero que brincó a su mente fue lo que acabo de relatar, su “idea maravillosa”.
Yazmín aprende a dividir
El segundo ejemplo ocurrió con Yazmín, una niña de 9 años que estaba aprendiendo a dividir. Al comenzar con la división, Yazmín me dijo que no sabía dónde en la casita se pone el cociente y dónde el residuo (ella no los llamaba así, pero sabía bien a qué se refiere cada uno). Le dije que le ayudaría con eso y le propuse la primera división: 108÷9. Yazmín comenzaba imaginando el cociente, y luego hacía a mano las multiplicaciones necesarias hasta darle al número. Cada vez que ella resolvía exitosamente una cuenta, yo le pedía que hiciera otra con el mismo divisor y con un dividendo más grande que el anterior. El tercer dividendo fue el 200, 200÷9. Yazmín propuso el 20 como cociente, y procedió a multiplicar. Viendo que se quedaba corta, tomó luego el 22 y luego el 23.
Entonces vino su idea maravillosa. Luego de multiplicar 9×23, obteniendo 207, ella desconfió de su resultado, casi estaba segura de que no podía ser correcto. Le pregunté por qué y me contestó que debía ser 209, “porque estamos multiplicando por 9”. Volvió a hacer la multiplicación y obtuvo, para su desconcierto, de nuevo 207. Me preguntó si tenía calculadora y le dije que no. Perplejidad. Ahora bien, Yazmín había hecho antes muchas multiplicaciones con 9, y en muchas de ellas el resultado había sido un número que no terminaba en 9. Pero lo nuevo ahora, y lo cual constituía la idea maravillosa, era el hecho de que Yazmín se preguntara, implícitamente, “¿cómo se ve un número que es múltiplo de 9?” Había dado el primer paso para reinventar el llamado “criterio de divisibilidad” por 9.
¿Es posible en las escuelas?
Cerraré explorando un aspecto más de las ideas maravillosas en el sentido de Duckworth: su aplicabilidad para los maestros en las escuelas. Doy por hecho que aceptamos con Duckworth que el desarrollo intelectual de los estudiantes depende de que se hagan sus propias preguntas y tengan espacio para investigarlas. Lo primero que parece evidente es que necesitamos brindar el espacio para que esto ocurra, lo cual incluye prestar atención a los intereses de los estudiantes, explorar sus formas de ver el objeto de estudio y respetar el ritmo del desarrollo natural de sus ideas. Es claro que esto es incompatible con una organización rígida del horario y el curriculum escolar, y exige en cambio un espacio de innovación dentro del sistema escolar.
Lo segundo que es evidente es que, junto con la organización del servicio educativo, abrir espacio a las ideas maravillosas requiere un replanteamiento de la evaluación. Las ideas maravillosas son un proceso, no un resultado. Tratar de evaluarlas de forma estática, como un conocimiento declarado en un examen, es antitético a su naturaleza. Los maestros primero, y los estudiantes y padres después, deben aprender a apreciar la confusión como una parte inherente de aprender, y a evaluarla como tal. Formular con claridad una pregunta cuya respuesta nos interesa investigar es en sí mismo un claro indicio de que estamos aprendiendo. Dar el primer paso hacia responderla, por tentativo que éste sea, es otro indicio. Encontrar que esta tentativa tiene puntos débiles y requiere mejorarse, otro más. En la medida que estos procesos, que sólo pueden expresarse de forma cualitativa y personal, se vuelvan parte de la evaluación, estaremos dando un paso real hacia conformar un ambiente transformador en la escuela.
La buena nueva es que, actualmente, “experimentos” en este sentido corren ya en varios estados de la república, donde maestros comprometidos con la relación tutora y con una visión liberadora del aprendizaje enfilan en un rumbo distinto del trillado.
Recién completamos una traducción del libro de Eleanor que, esperamos, resultará una valiosa contribución a las bibliotecas de los maestros y en especial de los practicantes de tutoría. Actualmente estamos buscando a un editor interesado en publicar la obra.