En el caso ideal, las explicaciones del maestro producen aprendizaje en los estudiantes. Pero los resultados escolares muestran que éste es raramente el caso.

Todos los que hemos pasado por la educación básica conocemos la forma tradicional de enseñanza de las matemáticas: un maestro explica un tema al grupo de alumnos y resuelve algunos ejercicios. Los estudiantes después resuelven ejercicios similares, y el examen al final evalúa su capacidad de resolver los ejercicios eficientemente y de la forma prescrita por el maestro. En el caso ideal, las explicaciones del maestro producen aprendizaje en el estudiante. Pero los resultados de las pruebas estándar, tanto nacionales como internacionales, muestran que éste es raramente el caso. Por ejemplo, el examen TERCE (Tercer Estudio Regional Comparativo y Explicativo) –que se aplicó en 2015 a estudiantes de sexto grado de educación básica de 15 países de América Latina– encontró que más del 70% de los estudiantes evaluados se encontraban en los niveles I o II de habilidad matemática, de un total de cuatro niveles. En el nivel mundial, la prueba PISA 2015 revela que el 57% de los estudiantes mexicanos no logra alcanzar el nivel de competencia básico en matemáticas, cuando el promedio de la OCDE es de 23%.  

El fracaso educativo que estas cifras ponen de relieve mueve a la acción a todos los que tenemos algo que ver con la educación. Pero, antes de lanzarnos de frente, me parece que vale la pena sentarnos a considerar qué tipo de acción emprender. Podemos hacer programas de regularización y extender las jornadas escolares –medidas que de hecho se han tomado en México. Éste es el enfoque de la fuerza bruta: si un estudiante todavía no es capaz de resolver cierto tipo de ejercicios, lo que necesita es más enseñanza, más explicaciones por parte del maestro. En cambio, hay quienes pensamos que este enfoque tiene un pecado de origen y siempre va a negar la posibilidad de entender a la mayoría de los estudiantes. Mientras nos enfoquemos en aumentar la enseñanza monológica y transmisora de recetas, en vez de aumentar las oportunidades de aprendizaje dialógico y constructor de conocimientos para cada estudiante, se repetirán no sólo los bajos resultados en pruebas estándar, sino también la avalancha de desmotivación y aburrimiento estudiantil.

Desaprender para aprender: el caso de la resta

Pero aterricemos esta crítica con base en casos concretos. En otro momento he descrito el poco aprendizaje que ocurre cuando, en la clase de ciencias, damos a los estudiantes una explicación digerida de un fenómeno complejo. En este ensayo contaré una experiencia de matemáticas. Jesús y Roldán (sus nombres han sido cambiados) son dos niños con los que trabajé en una escuela alternativa de la Ciudad de México que recibía a chicos excluidos de otras escuelas por supuestos problemas de conducta o dificultades de aprendizaje. Ambos se encontraban en segundo año de primaria, pero la directora nos dio a los maestros la libertad de trabajar en aquello que se les dificultaba a los niños, independientemente de si correspondía a su grado escolar. Noté que, cuando Jesús y Roldán resolvían una resta, calculaban con fluidez e incluso hacían la comprobación sin que nadie se las pidiera. Ellos afirmaban que ya sabían restar y creían llegar siempre al resultado correcto. Pero al revisar su trabajo, se encontraba uno con cuentas como las siguientes:

                              La resta:                 Su “comprobación”:

                                       50                                        26

                                      -26                                      +34

                                    ____                                      ____

                                       34                                        50

A juzgar por la fluidez con la que procedían, Jesús y Roldán tenían mucha práctica haciendo restas. Hasta sabían que una resta se comprueba mediante una suma. Pero, con frecuencia, la resta y la comprobación estaban erradas, una reforzando el error de la otra, sin que Jesús y Roldán pudieran reconocerlo. ¿Qué era lo que les faltaba comprender?

Algo era claro: los errores ocurrían “al llevar” de las unidades a las decenas. Alberto, de sexto grado en la misma escuela, me dio otra clave en la siguiente operación:

 

En su solución, Alberto trató cada dígito como si fuera unidades. En vez de sumar 17+17+17+17, sumó 1+1+1+1+7+7+7+7. Esta observación nos señala que la fuente de la dificultad es la naturaleza posicional de nuestro sistema numérico, es decir, el hecho de que en el número 17, el 1 vale una decena y no una unidad.

Otra observación, que me ocurrió en una escuela rural del estado de Hidalgo, México, muestra de forma más clara la dificultad que entraña nuestro sistema numérico — no para realizar las operaciones, sino para representar los números. Una niña de preescolar me preguntó mi edad. “29” -le dije. “!Oooh! ¿En qué año naciste?” -preguntó ella. “Pues tú dime” -respondí. Ella comenzó a recitar “2016, 2015, 2014…”, mientras contaba con sus dedos hasta llegar a la edad que le había dicho. Todo iba bien hasta que llegó al 2000. Se detuvo, lo pensó por unos segundos y al final continuó “1900…? Naciste en 1900?!” Notemos que la dificultad no está en la lógica de la resta –ella comprende intuitivamente que para saber mi año de nacimiento necesita recorrer hacia atrás tantos años como mi edad– sino en la lógica de cómo representamos los números –¿cómo represento el número que antecede al 2000? En su expresión de asombro notamos que ella misma desconfía de su resultado tentativo, 1900. Es precisamente esta capacidad de asombro lo que Jesús y Roldán habían perdido como resultado de la enseñanza recibida. Ellos ejecutaban las operaciones, pero no podían juzgar la validez sus resultados. Se habían abandonado al procedimiento externo, y desechado la brújula interna que la niña de preescolar sí poseía.

Lo que ayudó a Jesús y Roldán a realizar las operaciones de forma razonada fue trabajar con números mayas. El sistema maya es, junto con el indoarábigo, el único sistema posicional inventado por las culturas antiguas. (Ni siquiera los griegos, con todo su bagaje y la profundidad de sus preguntas matemáticas, lograron concebir un sistema que les permitiera hacer operaciones con números “grandes” de forma sencilla.) En los números mayas, la naturaleza posicional es mucho más visual que en el sistema indoarábigo, ya que los numerales se construyen con puntos y rayas que se pueden manipular físicamente, y las unidades, decenas, centenas, etc. crecen de forma vertical. Ambas son ventajas desde el punto de vista pedagógico.

Ejemplos de operaciones con números mayas en base 20

Seguí la propuesta de Fernando Magaña, investigador en física de la UNAM de origen yucateco, quien ha rescatado las matemáticas mayas como herramienta pedagógica para las escuelas primarias de Yucatán desde hace casi diez años. Magaña explica que, para que los niños entiendan y operen con números mayas, únicamente es necesario brindarles dos reglas: la regla del cinco, que dice que cinco puntos en un nivel dado pueden reemplazarse por una raya en el mismo nivel, y la regla del diez: dos rayas (diez unidades) en un nivel dado pueden reemplazarse por un punto en el nivel inmediato superior –agregando, de ser necesario, la conchita que representa el cero. Estas reglas encapsulan la lógica de la representación de los números, y la segunda regla es exactamente la misma que opera en nuestro sistema indoarábigo cuando ocurre el fenómeno de “llevar”.

Mientras Jesús y Roldán se familiarizaban con estas dos reglas, les planteé en paralelo el siguiente desafío: ¿cómo sumarías (o restarías) dos números? Al cabo de unas ocho sesiones de trabajo, ellos lograron conectar el procedimiento que hacían manipulando físicamente los números mayas con el algoritmo que les habían enseñado previamente con los números indoarábigos, y cruzaban sus resultados para verificar que eran correctos.

¿Qué es aprender?

Al inicio critiqué la enseñanza tradicional de las matemáticas porque inunda a los estudiantes con enseñanza que no necesariamente se traduce en aprendizaje. En este punto y después de haber analizado un ejemplo, me parece apropiado precisar la crítica, definiendo qué entendemos por aprender y cuándo la enseñanza no conlleva a ese resultado. Aprender involucra (al menos) dos capacidades: entender algo lo suficientemente bien para actuar sobre ello eficazmente (en mi ejemplo de arriba, realizar las operaciones de forma confiable implica entender el sistema posicional hasta cierta profundidad) y poder juzgar por uno mismo el producto de su acción (en mi ejemplo, desconfiar de tu resultado cuando es apropiado, y tener distintas formas de validarlo o comprobarlo, ya sea conocer distintos métodos o pedir el apoyo de otros).

Un estudiante que ha aprendido de verdad tiene la doble seguridad de comprender algo y poder ejercer su juicio personal. La enseñanza fracasará cuando no siga un proceso conducente a este objetivo. Cuando el tema se presenta como “Hoy vamos a ver cómo hacer la resta. El primer paso es…”, la complejidad del fenómeno quedará oculta al estudiante, y con ella la oportunidad de develarlo y entenderlo. Igualmente oculto quedará el hecho de que los procedimientos tienen detrás un proceso histórico en el que han tenido parte muchas culturas y muchas generaciones, y que nosotros, hoy en día, parados sobre los hombros de esos gigantes, podemos realizar esos procedimientos de una forma sencilla y económica. (Sin que eso quite la posibilidad de redescubrir, con un poco de paciencia y esfuerzo, esos procedimientos u otros novedosos.)

La nueva educación, que esperamos suplante a la enseñanza tradicional, aspira a dotar a los estudiantes de la capacidad de actuar eficazmente y juzgar el resultado de su acción, personal y colectivamente. Para ello es necesario cambiar la forma en que abordamos el curriculum –no más como un conjunto de datos a cubrir, sino como una red de fenómenos a descubrir en toda su complejidad. Y, quizás más importante, es necesario cambiar la impersonalidad y el autoritarismo que reinan en los salones tradicionales. En vez de un lugar donde del discurso ocurre monológicamente y el saber se transmite en una sola dirección, el salón de clases deberá volverse un espacio todos los estudiantes puedan compartir lo que saben, externar sus dudas, y construir los nuevos conocimientos en diálogo de iguales.

 

[1]  UNESCO. TERCE, 2015: Informe de resultados: Logros de aprendizaje. Obtenido de http://unesdoc.unesco.org/images/0024/002439/243983s.pdf