Peter Sterling
Traducción Gabriel Cámara
Miércoles, 20 de Mayo de 2020 [Tomado de la discusión de expertos en la red digital “Great Transition Innitiative”]
Cuando Linneo usó el término homo sapiens, reconocía que somos un tipo de animales. Podemos huir de este hecho central, pero no podemos escondernos de él. Los pájaros vuelan, las tortugas se arrastran y los insectos de multiplican de manera prodigiosa. Cada grupo tiene su naturaleza específica que facilita unos comportamientos e impide otros.
Si hemos de seguir la sabia recomendación de John Robinson [uno de los participantes en la red], que debemos avanzar hacia la gran transición, necesitamos entender lo que somos biológicamente, nuestro fundamento humano. Para transitar de donde estamos a un mejor estado, se hace necesario especular –pensar más allá de lo conocido. Pero debemos esforzarnos por partir de lo más sólido. Para hacerlo debemos partir de nuestra constitución bioquímica.
El mecanismo enzimático que replica nuestro DNA, le lee nuestros genes a las proteínas y gobierna el metabolismo energético de nuestras células lo heredamos de microbios y sus descendientes, células “eucarióticas”—más grandes, mejor estructuradas y con más energía. Estos aspectos fundamentales de nuestra naturaleza animal se optimizaron –se perfeccionaron a un grado más allá de toda probabilidad—desde hace quinientos mil millones de años. Desde entonces, la increíblemente compleja maquinaria intracelular quedó establecida, “se hizo ley”. ¿Y esto qué?
Bueno, en la práctica toda la empresa biomédica –médicos, escuelas de medicina, hospitales, institutos federales y particulares de investigación biomédica, además de la gran industria farmacéutica—está encaminada a entender el mecanismo molecular, para finalmente controlarlo. Con frecuencia se reporta el descubrimiento de nuevos genes, proteínas y moléculas “insignia” como posibles productos farmacéuticos para controlar alguna enfermedad o condición física. Esta enorme empresa que involucra a muchos de nuestros mejores y más brillantes científicos, ha tenido innumerables, inmensos logros. En esta empresa trabajé yo durante medio siglo. Pero ahora, 70 años de investigación básica y clínica orientada a conocer el mecanismo celular no han podido resolver las mayores causas de muerte en la sociedad contemporánea.
Estas incluyen la hipertensión, la obesidad, la diabetes de tipo 2, los infartos coronarios, los suicidios, y las adicciones a las drogas y al alcohol. Para estos males el tratamiento a nivel molecular no funciona, porque las muertes se deben al estrés crónico y a la depresión que producen diversas disfunciones en nuestra sociedad.
Las fallas en nuestras relaciones humanas precipitan un torrente de diversas patologías que finalmente se filtran a las células y alteran su mecanismo. Pero como no hay nada descompuesto en el mecanismo celular, fuera de que se está abusando de él, los esfuerzos para “remediar” el mal con arsenales de medicinas está condenado al fracaso.
Cuando se ingiere una medicina, tanto el cerebro como el cuerpo se recomponen. Si se ingieren más medicinas, hay más compensación. Eventualmente algún control se obtendrá, pero cada medicina produce múltiples efectos “secundarios”. Estos efectos requieren medicinas adicionales y lo que resulta es una población básicamente enferma, muy débilmente estabilizada por la “polifarmacia”. Noten en este contexto que el COVID-19 es más mortal en personas que padecen las enfermedades arriba mencionadas. Y eso que actualmente el cuidado de la salud en Estados Unidos absorbe casi el 20% del Producto Interno Bruto, mientras que en el año 1960 consumía sólo el 5%.
Después del COVID, será imposible seguir sosteniendo la investigación y el desarrollo de la medicina biológica cuya pérdida de rumbo ha producido gran desperdicio de recursos. Lo mismo se diga de los productos de las grandes compañías farmacéuticas derivados de ese esfuerzo. Más aún, el estrés y la depresión van a aumentar y permanecerán así, quizás por décadas. Las muertes que originan el estrés y la depresión aumentarán y durarán hasta que quitemos las tensiones crónicas.
Estamos ante la tormenta perfecta para la biomedicina: un aumento creciente de defunciones en una sociedad con patologías que no pueden curarse con polifarmacia avasallarán al amplio complejo biomédico que cree, con fe casi religiosa, en la posibilidad de fabricar medicinas de las moléculas y venderlas con ganancias astronómicas. Todavía más, los intentos para sostener este gigante sanitario crearían una crisis de recursos a una escala parecida a la del monstruoso complejo militar-industrial.
Con base en estas consideraciones deberíamos dirigir firmemente el rumbo hacia la reducción masiva del estrés y la depresión buscando satisfacer las necesidades profundas de nuestra especie. Si logramos esto, y además, volvemos a hacer ejercicio físico, entonces pasaríamos de ser una población crónicamente enferma a una sana, y no necesitaríamos aproximadamente el 90% de lo que se gasta en medicina actualmente.
Pero ¿cuáles son esas necesidades profundas? Quizás las más profundas son las que heredamos hace medio millón de años de un gusano marino, nuestro bilateral antecesor. Este gusano encontró alimento, pareja, comodidad y satisfacción orientado por su cerebro que sin cesar daba preferencia a estas necesidades y aprendió cuándo y dónde se podían satisfacer cabalmente. Un circuito cerebral movía a buscar y cuando la necesidad sorpresivamente se colmaba, otro circuito lanzaba una señal que hacía pausa en la búsqueda.
Este circuito que premia el aprendizaje resultó tan eficiente que nuestros cerebros continúan aprovechándolo. La señal de satisfacción es una secreción neuroquímica de dopamina; y en la medida que experimentemos algunas sorpresas durante el día y produzcan unas cuantas descargas de dopamina, estaremos bien.
Pero conforme la vida moderna (antes de COVID) se fue haciendo casi completamente predecible, se redujeron las sorpresas que surgían de encontrar alimento y satisfacción. Como consecuencia, las descargas diarias de dopamina que necesitamos, mucho más que las vitaminas, disminuyeron—y nos hemos vuelto cada vez más irritables y ansiosos. A esta enfermedad la tratamos con diversas moléculas –alcohol, nicotina, y con cualquier cantidad de drogas –porque todas ellas alertan a los circuitos de satisfacción para descargar dopamina en grandes cantidades. Las drogas reducen temporalmente la insatisfacción, pero pronto el cerebro se compensa y pide mayores dosis. Aquí tiene lugar otra tormenta ideal: el circuito central que regula nuestra fisiología premiando el aprendizaje descansa en pequeñas descargas intermitentes de dopamina, pero ahora se topa con grandes descargas de dopamina causadas por una polifarmacia particular. El ansia constante por experimentar esas descargas se satisface con la industria del tabaco, la industria del alcohol y con la industria del narco.
La evolución formó a los humanos para una vida de aventura y descubrimiento. Cada individuo hereda un conjunto de capacidades prácticas, además de las capacidades sociales con las que comparte sus talentos con la comunidad. También nos dotó la evolución con el poder de aumentar en el tiempo nuestras capacidades naturales. La necesidad básica de nuestra especie es operar al máximo estas capacidades. Pero, desde su inicio hace 250 años, el sistema de producción y consumo industrial empezó a eliminar para la mayoría de la humanidad las oportunidades de satisfacer estas necesidades profundas de nuestro ciclo de vida. Evolucionamos para explorar el mundo, pero ahora multitud de personas obtiene un boleto de viaje apretando un botón o escaneando un código de barras. “Trabajos” que se aprenden en minutos o días no ofrecen desafíos ni sorpresas. Los chicos, dotados por naturaleza con múltiples talentos, quedan confinados durante sus primeros 18 años y se les “enseña” lo mismo a todos. Este profundo desencuentro de nuestras habilidades con la oportunidad de ejercitarlas es la causa del estrés y la depresión.
Estas consideraciones sugieren claramente que debemos hacer un cambio: Hay que redefinir el “trabajo”. Los desafíos y la convivencia deben dejar de lado la “eficiencia”. Debemos reducir las diferencias sociales. Los changos, cuando ven que sus semejantes reciben mejores recompensas por el mismo trabajo, desisten del esfuerzo –lo que indica que el sentido de equidad en nuestra especie viene de hace 20 millones de años.
La educación debe rediseñarse por completo. No podemos seguir amontonando chicos en salones de clase para recetarles un programa. Hay que explorar los talentos naturales de cada uno para ofrecerle las avenidas que mejor apoyen su crecimiento. Tenemos que tener siempre presente la lección central que la neurociencia nos ofrece: acabamos siendo lo que hacemos ordinariamente.
Peter Sterling es autor de “Principios de Diseño Neuronal” (MIT Press 2017) y “¿Qué es Salud? Evolución del Diseño Humano” (MIT Press 2020).
Una de sus conferencias: What is health? Allostasis and the Evolution of Human Design