Cuando estaba en la secundaria, tuve una maestra de química que se distinguía por su exigencia. Mostrar aburrimiento en su clase estaba prohibido; a quien lo hacía, la maestra le recetaba una vuelta a la fuente: “échate agua en la cara y después regresas.” Años después, cuando ya se había retirado, la escuché decir: “yo aprendí mucho enseñando química. No sé si ustedes aprendieron, pero yo sí.” Se refería a que la química no era su área de formación y por ello, antes de dar cada clase tenía que investigar sobre el tema. Era una maestra curiosa, profesional y enérgica. Había adquirido la habilidad de aprender por cuenta propia y me imagino que parte de la seguridad que mostraba ante su grupo le venía de saber que dominaba los temas.

Los maestros usamos a menudo la frase “cuando enseño, también aprendo”. ¿Pero qué queremos decir en realidad? ¿Qué es lo que aprendemos al enseñar? En el diálogo tutor, la respuesta es clara: entendemos mejor el tema y afinamos nuestra capacidad de guiar al estudiante para aprenderlo. Entendemos mejor el tema no sólo cuando estudiamos en preparación para la tutoría, como lo hacía mi maestra de química, sino en el diálogo mismo con el estudiante. Por ejemplo, cuando él se hace una pregunta que nosotros no habíamos considerado. O cuando el estudiante nota un patrón que nosotros no habíamos visto y esto lo lleva a preguntarnos: “¿qué pasaría si en vez de sumar eso sumamos esto otro?” En casos como este, quizá sepamos la respuesta y podamos dársela, o quizá la ignoremos y tengamos que investigarla junto con él. Si ocurre lo segundo, el efecto sobre el estudiante será más poderoso, pues le expondrá la realidad de que el tutor no lo sabe todo, sino que, para aprender algo, necesita enfrascarse en el mismo proceso que el estudiante.

Por otro lado, afinamos nuestra habilidad para el diálogo cuando, al hacer una pregunta que para nosotros está muy bien planteada, el estudiante nos mira con expresión perpleja o nos dice “no entiendo la pregunta”. También cuando el estudiante nos dice: “creo que ya entendí qué es lo que me preguntas, pero no sé cuál es el punto de eso” y cuando, al lograr un objetivo de aprendizaje, nuestro tutorado nos dice: “¡ah, ya entendí! Lo que me ayudó fue que me lo preguntaras así.”

Hace pocos días brindé a un maestro de Matehuala, estado de San Luis, una tutoría basada en la siguiente pregunta: además del cubo, que tiene 6 caras, ¿existirán otros cuerpos geométricos que puedan funcionar como dados justos en un juego de azar? Después de negociar el significado de la pregunta por un rato, él construyó con figuras de cartón un dado justo de 4 caras triangulares y otro de 8 caras triangulares. (Sus nombres, aunque él no lo sabía en ese momento, son ‘tetraedro’ y ‘octaedro’, respectivamente.) El maestro observó la familia de dados que tenía hasta entonces: uno de 4 caras, otro de 6, y otro de 8. Al él se le ocurrió que la secuencia tenía que comenzar con 2 caras y, espontáneamente, me preguntó algo como “entonces, ¿no será que una moneda es un dado de 2 caras?” ¡Qué razonamiento tan original y preciso!

En resumen, como maestros-tutores, cada estudiante nos da la oportunidad de mejorar las dos habilidades centrales de nuestra práctica: conocer mejor los aprendizajes que cada tema ofrece y poder guiar al tutorado hacia ellos con más tino. Aprendemos de las “malas” experiencias lo mismo que de las “buenas”, porque el ambiente en que trabajan tutor y tutorado es de respeto, igualdad, apertura a la sorpresa y compromiso con la mejora. Richard Elmore, en un artículo reciente del Journal of Educational Change[1], afirma que dos características de los entornos de aprendizaje del futuro serán las siguientes: servirán para investigar preguntas para las que ni el maestro ni los estudiantes saben las respuestas de antemano, y para buscar deliberadamente lo inesperado, lo vivo y dinámico, en vez de lo estándar y trillado. La tutoría es compatible con estos principios porque genera una cultura de aprendizaje que permite al maestro experimentar y aprender de sus aciertos y errores, así como disfrutar del encuentro con lo inesperado.

He cometido muchos errores como tutor y ni siquiera en los más grandes me he sentido juzgado, ni por mi tutorado ni por mis colegas. Mi maestra de química no gozaba este privilegio. Si se hubiera equivocado, el castigo habría sido proporcional a la autoridad que ante nuestros ojos había acumulado, y que venía de creer que, mientras ella enseñaba, los estudiantes éramos los únicos que aprendían.

 

[1] Richard Elmore, ““Getting to scale…” it seemed like a good idea at the time.” Journal of Educational Change, 2016. Vol. 17, pp. 529-537.