Gabriel Cámara

Mayo 2017

Pensemos que la noción de “aprendizaje profundo” es un derivado escolar; reacción al pobre  desempeño de estudiantes que aprenden en entornos escolares y sacan buenas calificaciones. En la vida ordinaria nadie duda que el maestro de obras que hace buenos trabajos conoce “a profundidad” su oficio. Nadie piensa que un buen futbolista domina “superficialmente” la práctica, o que un buen escritor maneja “con ligereza” el arte. Lo decisivo es la condición personal de quien aprende algo, si por deseo de conocer lo que apasiona –en el sentido de conmocionar facultades: atención, afecto, memoria, voluntad,  ingenio, esfuerzo, etc.– o siguiendo con resignación lo que la familia, la sociedad o el trabajo exige; aun cuando siempre habrá temas que despierten mayor curiosidad, sean más útiles y convenientes y por lo mismo se estudien con genuina satisfacción, de manera menos “inerte” como decía el matemático inglés Whitehead.

El principal criterio de aprendizaje profundo es interior; está en el modo como el aprendiz busca y procede, en lo que logra para sí, en el entendido que todos tenemos la capacidad de hacerlo. Pienso que la clave está en reconocer que todos cuantos desarrollamos la capacidad innata de comunicarnos a través de la palabra –todos los que crecimos en un entorno de diálogo suficientemente afectuoso—podemos enseñar y aprender en profundidad. El contenido del aprendizaje variará siempre para cada persona, lo constante será el empeño interior, la autenticidad con la que nos volcamos a aprender algo, subordinando intereses secundarios, necesidades y tareas. Repito, la profundidad está en la naturaleza de la conmoción que provoca en la persona intentar conocer algo y finalmente conocerlo. No es sólo cuestión de medir la profundidad de un conocimiento respecto al canon de una disciplina, un arte o un oficio. Hay que medirlo primeramente respecto a la novedad interior, producto del conocimiento, que genera un nuevo dinamismo en la persona. La conmoción viene de atisbar armonía en la existencia, gracias a un poder insospechado al alcance de la mano. El infante, el joven, el experto, no serían lo que son sin gozar internamente estos atisbos de los que depende la cultura y el avance de la especie.

En la vida ordinaria hay un conflicto entre conocer algo bien o sólo a medias, entre proceder con sabiduría o con torpeza –por negligencia, precipitación u otra causa. En este sentido todos tenemos conocimientos superficiales y conocimientos profundos. Pero en el período escolar, el largo período de iniciación en la cultura urbana industrial, la masificación impide estructuralmente conocer a fondo. El propósito de los años en la escuela es socializar a las generaciones jóvenes, alfabetizarlas y asegurar que todos conocen, aunque sea superficialmente, temas en los que se intenta resumir la cultura actual. El resultado es abismal. Pero como la escuela sigue siendo conveniente por otros motivos, el aprendizaje se piensa mejorar, entre otras medidas, haciendo que sea “en profundidad”. Y ahí estamos.

Tan importante es conocer el tema que se estudia como la capacidad –el arte– de ponerlo al alcance del aprendiz. Este es el marco conceptual en el que se han desenvuelto paralelamente dos especializaciones, las más buscadas académica y laboralmente y las de menor estima en escuelas de educación. La generalización pide un matiz, porque supone un contexto en el que el docente expondrá lo que sabe a un grupo relativamente numeroso de estudiantes. En el marco deseable de la tutoría, cuando empalma  capacidad con interés, la distinción anterior es válida conceptual, pero no operativamente. Pensemos en un caso extremo, un tutor que conoce profundamente el tema que su aprendiz desea. El tutor no ha tomado cursos de didáctica, pero desea honestamente encaminar al aprendiz hacia el conocimiento. Puede desconcertar al aprendiz en su primera intervención, pero el correctivo vendrá necesariamente en la respuesta: “¿Qué quieres decirme?” o “No entiendo” El tutor tendrá que empezar de nuevo y presentar lo que quiere decir de manera más cercana a lo que su aprendiz entiende, y la respuesta de éste volverá a ser el criterio para que el diálogo empalme. Cuando el tutor es producto de la misma práctica tutora, uno puede decir que el que aprendió a aprender por cuenta propia sabe lo mejor de la didáctica para enseñarlo a otro de manera semejante a como lo aprendió. En el diálogo tutor la pedagogía es arte que se vive, más que ciencia que se aplica.

Todo esto para ayudarnos a entender el trabajo que nos resta. Tenemos que presentar temas con ayuda de expertos y nosotros conocerlos lo más a fondo posible, analizando reflejamente los pasos que damos y anticipando los que nuestros aprendices tendrían que dar en la mayoría de los casos. El jesuita francés August Valensin decía que el buen maestro era mitad sabio mitad tonto; sabio porque conocía el destino; tonto porque conocía los principales tropiezos del camino. Tenemos que observarnos y registrar nuestras tutorías, pedir que nos observen y observar las que dan otros compañeros. Tenemos que presentar temas que desafían porque nos desafiaron a nosotros y podemos ofrecerlos a otros con la satisfacción de que, si les interesan como a nosotros, provocaremos en ellos satisfacciones semejantes. El gran obstáculo en el avance de la tutoría es la resistencia que ofrece la práctica escolar inveterada, aun en los casos en los que la institución se abre al cambio.